Y nos pensábamos que era un invento de los Beatles o Take That, de Julio Iglesias o Jesulín (uno no tiene por qué ser músico para tener fans).
Pues no; en pleno siglo XIX vivió un conquistador de mujeres que tocaba el piano tan endiabladamente bien como lo hacía Paganini con el violín. Su sola presencia alteraba a las féminas de tal forma que de los desmayos a las peleas por una gota de sudor no había ni un paso.
¿Y qué tiene que tener alguien para provocar esos sentimientos en la gente? Hace años, primaba por encima de todo el virtuosismo de dicha persona en la disciplina que practicara, junto a una belleza real o «provocada» y un punto de chulería que en su justa medida puede resultar irresistible. Esa seguridad en uno mismo que arrolla con una mirada.
A día de hoy, el virtuosismo en la disiplina (si es que la hubiere) queda relegado al último lugar, pasando por delante la belleza «provocada» y la chulería convertida ya en soberbia. Los bellos virtuosos han dejado paso a los groseros cantamañanas que no saben callar, ni mirar, ni conquistar.
Y es una pena, porque cuando a nuestros «ídolos» se les ven los defectos sobre el escenario, ¿cómo serán cuando se bajan de él? Mucho más que vulgares, supongo. O mucho menos. Una pena.
Aquí un artículo interesante sobre el fenómeno fan de Liszt.